El derecho a no fallar
Cada año
miles de niños y niñas se ponen unas zapatillas, cogen un balón y confían en
que su entrenador sabrá guiarlos. Esa confianza es un privilegio y una carga.
El problema es que muchos entrenadores empiezan su camino aprendiendo a base de
errores… pero esos errores no caen sobre ellos, caen sobre los chicos que
entrenan.
No se trata
de pedir perfección. Se trata de entender que el margen de error en la
formación es pequeño, porque lo que está en juego no son partidos, sino
personas. Cada mala corrección, cada exceso físico, cada grito fuera de lugar
deja huella.
El
entrenador novel suele pensar que necesita “improvisar” hasta ganar
experiencia. Lo cierto es que improvisar con niños significa que cientos de
ellos cargarán con tus ensayos. El aprendizaje del entrenador no puede ir por
delante del derecho del jugador a una educación segura, respetuosa y de
calidad.
Aquí está
el núcleo: entrenar no es solo enseñar baloncesto. Es trabajar con cerebros en
desarrollo, con cuerpos frágiles, con emociones que aún no saben regularse. Un
exceso de carga física mal planificada puede condicionar una carrera. Una
humillación en un entrenamiento puede marcar para siempre la relación de un
niño con el deporte.
Eso no
significa que el entrenador joven no tenga sitio. Significa que debe llegar
mejor preparado: con bases pedagógicas, con nociones de neurociencia, con
sentido de la responsabilidad. Igual que no ponemos a un médico en prácticas a
operar sin supervisión, no deberíamos dejar que un formador eduque sin
acompañamiento.
La
experiencia llegará. Pero mientras llega, necesitamos un sistema que cuide a
los jugadores y acompañe a los entrenadores. Porque cada niño que entra en una
cancha tiene derecho a aprender, a divertirse y a crecer… sin ser el daño
colateral de los errores de quien aún está aprendiendo a entrenar.
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